Era y sigo siendo una persona de costumbres. Cuando algo funciona, prefiero no variarlo. Así que estudiaba siempre en la misma habitación, ante la misma mesa, con el mismo flexo, sobre la misma silla y lo más importante siempre junto a mi compañera y amiga Tania, que día tras día se pasaba las horas tumbada a mi lado sobre su cojín, mirando con complicidad cada vez que levantaba la vista de mis apuntes. Y la cosa funcionó desde el principio, sobre todo cuando aprobé el primer examen en el Politécnico y fui más consciente de que mi objetivo era posible.
Esta es la foto del primer examen aprobado, a medias con Tania.
Cada verano, después de subir un peldaño que me acercaba más a la meta, llegaban tres meses de vacaciones en Segorbe, donde los días al principio se hacían eternos, pero al cabo de dos semanas los días pasaban volando, a fuerza de la rutina. Era como Hans Castorp haciendo una cura de reposo en la Montaña Mágica (Thomas Mann). Época de largos paseos con Tania por el río y las montañas. Horas de lectura de autores del XIX: Stendhal, Balzac, Novalis, Goethe y su inolvidable Werther.
Hasta que un año terminé el último curso y sin vacaciones aterrizamos en Palma de Mallorca. A Tania no le gustaba nada cruzar el charco, pero la nueva ciudad le encantaba. Un año después un nuevo destino en Alcoi. Pero al segundo año de vivir en Alcoi, tras once años juntos y tras dos operaciones, se le acentuó rápidamente una grave dolencia detectada tres años antes y la perdí. Le hicimos una caja de madera y la enterramos junto con sus juguetes favoritos y mi carta, bajo un gran olivo en una montaña muy cercana a Alcoi.
Catorce años después apareciste tú, Rex, mi segundo perro.