Soy un cartujo. Camino renqueante. Muy encorvado. En seis años no he pronunciado una sola palabra. Llevo bien el gran silencio. Es una bendición de Dios. Antes de ocupar los hábitos del hermano Nicodemus, vagaba por el frío invierno de la Normandía. Duermo en el frío y duro suelo. Me despierto justo antes del primer rayo de Sol. Medito durante horas sin mover un solo músculo, antes de tomar un humilde almuerzo junto con el resto de hermanos. A través de mi hábito, tan sólo se adivina mi barba y mis cejas plateadas y mi gran naríz húmeda y trufosa.
Un día a punto de la congelación, topé con ésta Cartuja. Mis ahora hermanos me abrieron la puerta y me instalaron en algo parecido a un establo. Desolado, vacío y gélido. Por lo menos comía, y como dijo Cervantes por boca de Don Quijote, "la mejor salsa del mundo es el hambre", de ahí que no encontrara manjares más esquisitos que las sobras de mis austeros hermanos.
Un año después de mi llegada, el hermano Nicodemus me tomó bajo su enseñanza de pobreza y silencio. Colocó una techumbre en el huertecillo que daba a su celda y allí me instaló. Aprendo bien por imitación, así que pronto me comportaba como un auténtico cartujo.