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sábado, 5 de mayo de 2012

El schnauzer que vendió su Ferrari

Quizá un título más adecuado para este post sería: "El schnauzer que cambió el pienso por las ensaimadas", pero creo que Rex va siendo cada vez más el mismo, más...cazador.
Todo comenzó un buen día, en el que nada hacía presagiar lo que estaba a punto de suceder. Me disponía a desayunar unas ensaimadas, las dejé en el banco de la cocina y mientras terminaba de salir el café fui a vestirme. regresé corriendo a la cocina cuando oí la cafetera, apagué la encimera, me serví el café con leche y cuando fui a echar mano de las ensaimadas,...HABÍAN DESAPARECIDO...!!! Miré a Rex y puso una de esas caritas que todos los dueños de schnauzers conocéis de no haber roto nunca un plato, y se relamió.
Desde ese día Rex ya no ha vuelto a ser el mismo. Ahora Rex es un cazador, un depredador...de ensaimadas... y de todo lo comestible que en un descuido pueda quedar a su alcance. Lo divertido es que sinceramente, no creo que le gusten demasiado las ensaimadas, ni muchas de las cosas que trata de atrapar, más bien creo que ha descubierto un entretenimiento producto de sus instintos de supervivencia de sus antepasados sean lobos o perros salvajes.
Y sabéis qué? Que no me parece mal, de hecho hasta dejo cosas y simulo algún despiste para que las "cace". Creo que Rex lo sabe, pero los dos hacemos como que no, cada uno en su papel.

domingo, 8 de marzo de 2009

Una llamada inexplicada

Esa mañana, llegó a la oficina con rostro de preocupación. No encontraba su móvil. Siempre lo llevaba en un apartado de su bolso, pero ahora por más que miraba no estaba allí. Sacó todas las cosas de su bolsa, depositándolas en la mesa de su puesto de trabajo, junto al teclado de su ordenador, hasta dejarlo vacío, pero nada. Repasó una y otra vez todos sus bolsillos sin ningún resultado. Estaba convencida de que como todas las mañanas, lo había echado al bolso. Ahora repasaba lo que había hecho desde la salida de su casa hasta su llegada a la oficina. Recordó que como todas las mañanas, no había cerrado la cremallera del bolso, porque a veces se atascaba. En este momento cobraba importancia al relacionarlo con un joven que en el trayecto del autobús, que como siempre a esa hora estaba a reventar, se le había pegado demasiado e incluso le pareció que le había sonreído haciéndola sentir incómoda. Sí, sin duda tenía un principal sospechoso y todo apuntaba a que le habían robado el móvil. Entonces llamó a su novio, para contarle lo sucedido. La sorpresa fue aún mayor, cuando su chico le contó que acababa de recibir una llamada desde su celular, pero que nadie le había contestado. Ya no cabía ninguna duda de que alguien le había robado el teléfono y encima lo estaba usando. Así que se apresuró a llamar a la compañía y dio todos los datos para dar de baja la tarjeta.
Vaya contratiempo pensaba. Pero incluso después de las gestiones realizadas, seguía sin estar tranquila. Si alguien había metido la mano en su bolso, podía haber visto su dirección, su documentación, algún papel,…No, así no podía concentrase en su trabajo. Salió de la oficina, volvió a coger el repleto autobús, esta vez con la cremallera del bolso cerrada y se fue como un rayo a su casa para comprobar que estaba todo en orden.
Abrió la puerta del rellano. Todo normal. Se fue directa al dormitorio y con sorpresa vio su móvil encima de la cama. Por unos instantes se asustó. No comprendía la llamada recibida por su churri. Con precaución mirando a su alrededor, se acercó al aparato. De repente sintió una bocanada de alivio, cuando descubrió que el teléfono había sido completamente mordisqueado hasta romperle la tapa frontal y fugazmente vio a su bulldog francés que la miraba desde la puerta de la habitación con cara de no haber roto nunca un plato.

lunes, 1 de septiembre de 2008

¿Yo?

Estoy tumbado en el gran sillón de la casa. Él acaba de entrar por la puerta del comedor y no da crédito a lo que ve. No me gusta el sillón, mejor dicho su sillón. Prefiero el suelo, pero no puedo desaprovechar una ocasión para fastidiarle. Sobretodo cuando está a punto de comenzar el partido de la Champions y yo no quiero perderme el documental de la BBC sobre los orígenes de la relación entre el perro y el hombre. Ya lo he visto decenas de veces.
Esta vez, además, él viene bolinga. Como cada vez que me saca a pasear, o mejor dicho, cree que me saca a pasear y le doy una vuelta por los bares de las esquinas. Se toma un pelotazo tras otro mientras le espero en alguno de los bancos. Tan cierto como la relación hombre-perro ó perro-hombre en París.
Pero disculpadme, ahora viene la parte que más me gusta del documental. Un grupo de lobos merodean a dos hombres vestidos de cavernícolas, que se están asando un filete de brontosaurio. Menudos imbéciles. ¿Pero de verdad se han creído que los lobos los necesitaban para comer? ¿Creen que los lobos prefieren la carne a la parrilla?

domingo, 31 de agosto de 2008

El gran silencio

Soy un cartujo. Camino renqueante. Muy encorvado. En seis años no he pronunciado una sola palabra. Llevo bien el gran silencio. Es una bendición de Dios. Antes de ocupar los hábitos del hermano Nicodemus, vagaba por el frío invierno de la Normandía. Duermo en el frío y duro suelo. Me despierto justo antes del primer rayo de Sol. Medito durante horas sin mover un solo músculo, antes de tomar un humilde almuerzo junto con el resto de hermanos. A través de mi hábito, tan sólo se adivina mi barba y mis cejas plateadas y mi gran naríz húmeda y trufosa.
Un día a punto de la congelación, topé con ésta Cartuja. Mis ahora hermanos me abrieron la puerta y me instalaron en algo parecido a un establo. Desolado, vacío y gélido. Por lo menos comía, y como dijo Cervantes por boca de Don Quijote, "la mejor salsa del mundo es el hambre", de ahí que no encontrara manjares más esquisitos que las sobras de mis austeros hermanos.
Un año después de mi llegada, el hermano Nicodemus me tomó bajo su enseñanza de pobreza y silencio. Colocó una techumbre en el huertecillo que daba a su celda y allí me instaló. Aprendo bien por imitación, así que pronto me comportaba como un auténtico cartujo.

viernes, 16 de mayo de 2008

La alegría perfecta



Paseaba un hombre una noche bajo la lluvia. El agua caía suavemente, resbalando sobre su piel y empapando sus sentidos. El frío comenzaba a dejarse sentir. Una sensación de vacío le agujereaba el alma.
Un perro caminaba a su lado.
El perro le miraba girando los ojos sin levantar la cabeza y le seguía. Esos ojos tan familiares. La sensación de vacío iba desapareciendo. No estaba solo. Pensaba en el éxito que siempre había buscado. En el reconocimiento de los demás que nunca llegaba. En la búsqueda en su interior. En ese instante lo único cierto del mundo era que el perro le seguía.
Estaban calados y cansados y no sabían a donde iban. Al hombre se le desdibujaba de donde venían, pero comenzaba a sentirse mejor. Comenzaba a descubrir la alegría perfecta.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Serenidad



Ramón entró en el restaurante con la impaciencia de quien lleva tiempo esperando este momento. No sentía nada de apetito. Su estómago estaba cerrado y tenía que controlar las arcadas. La razón estaba de su parte y el día había llegado. Quedaba atrás la planificación, la puesta en escena, que le permitiera proponer las modificaciones al Proyecto. Don Arturo, su jefe, era un perfeccionista y exigía esa perfección a todo lo que le rodeaba. Y en ese todo estaba incluido Ramón. Recordaba cuando Don Arturo le encargó la ejecución del Proyecto. Que día tan azul y luminoso. Su pecho se hinchaba de orgullo, mientras todos sus compañeros lo miraban con envidia. Pero los malditos imprevistos llegaron incluso antes de comenzar, mientras se probaba el nuevo traje de jefe de Proyectos.
-¿Disculpe señor, tiene mesa reservada?- le dijo el maître. Ramón tardó en responder.
-Sí, disculpe, tengo una mesa para cuatro, reservada a nombre de…
-Ramón García- se adelanto el maître.- Es la única mesa reservada para cuatro y por las veces que ha llamado comprobando que estuviera todo correcto, le he reconocido la voz.
Ramón sabía que era un brasa, pero no le pareció correcta la observación.
El maître le acercó a la mesa y le invitó a tomar asiento. En ese mismo instante Ernestina entraba en el Restaurante. Conforme se acercaba, Ramón se recreó en sus movimientos de cadera y en el levísimo balanceo de sus pechos. Se calmó al pensar que siempre le quedaría Ernestina, que esa misma noche podría disfrutar de su cuerpo pasara lo que pasara en la comida.
-Gracias por venir- le dijo Ramón con voz aterciopelada.
-No me perdería esta comida por nada del mundo- contestó ella con picardía.
Ramón se molestó por un instante. Aún no conocía al nuevo adjunto de Don Arturo, pero ya le habían llegado noticias del éxito que tenía con las mujeres. Por eso había dudado en llamar a Ernestina, pero ahora, viéndola sonreír con su rostro relajado, se convenció que había sido un acierto incluirla en la reunión. Ernestina hacía subir muchos puntos al hombre que tuviera a su lado. Además aportaba ese toque fresco y juvenil, sin olvidar la forma en que la miraba Don Arturo.
Ramón se fue al baño. Trató de mear, pero no soltó ni gota. Entró en el cagadero, pero tampoco pudo aliviarse. Al salir del aseo, descubrió que los invitados estaban sentados en la mesa, riendo de forma exagerada.
-Don Arturo, disculpe- atisbó a decir Ramón, al tiempo que le tendía la mano todavía húmeda del lavabo.
-No se preocupe. Con Ernestina no le hemos echado en falta.
Su mirada se fijó en el cuarto personaje. Se trataba de un extranjero que respondía perfectamente al estándar de nórdico.
-Por cierto, es el momento de las presentaciones- dijo Don Arturo. –Ramón, te presento a Larson, el nuevo adjunto a la gerencia de la compañía, es decir, mi brazo derecho a partir de ahora.
Larson sonrió y le tendió la mano a Ramón, pero sin responder verbalmente al saludo.
-No habla una palabra de castellano- le justificó Don Arturo – Hasta que se suelte con el idioma, Ernestina trabajará para él.
La mesa estaba servida, con variedad de platos, que a Ramón le parecieron relacionados con Larson. Veía albóndigas de bacalao, arenques a la crema, buñuelos de anchoa, ensalada de ahumados, salmón marinado y algunos más que estaba tratando de reconocer. La cara de Ramón no podía disimular su estupefacción. No era nada de lo que él había encargado.
-Le pedí a Ernestina que se asegurara de que el menú fuera del gusto de Larson- dijo Don Arturo. Ella agachó la cabeza, pero la levantó al instante como aceptando un desafío.
-Pero Ernestina…- comenzó a decir Ramón al tiempo que buscaba su mirada. -¿Cómo no me dijiste nada?- acertó a decir.
-Porque Ernestina sabe adaptarse a los cambios –respondió Don Arturo- Sabe improvisar, jugar con los imprevistos. Cosa de la que tú, Ramón, andas muy corto.
-Pero Don Arturo, las condiciones iniciales del proyecto, no eran las previstas. Se necesitó un tiempo de reacción y los costes indirectos se incrementaron.- dijo Ramón mientras Larson le hincaba el diente al salmón – No obstante quería aprovechar la comida para comentarle una serie de cambios de calidades tendentes a poder mantener el Presupuesto inicialmente previsto.
-Sí, Ramón, ya sé. Ernestina me ha mantenido puntualmente informado de todas tus meteduras de gamba. Sinceramente, creo que lo tuyo Ramón, es la pastelería. Empiezas a amasar y ya no puedes quitarte la masa de las manos. Todo lo pringas.
Ramón sentía que le faltaba aire. Era incapaz de responder. No podía articular palabras inteligibles. Por su mente pasaba el cuerpo desnudo de Ernestina, (cuerpo que él ya no volvería a ver), en los brazos fornidos del Sueco ó Finlandés de la sonrisa hueca. La lealtad destrozada. Bragas de traición. Como pudo se levantó de la mesa y volvió al aseo. Se cerró dentro de una de las cabinas y se sentó en la taza. Trató de seguir respirando. Se asfixiaba.
Cuando despertó todo estaba oscuro. Tan solo veía la tenue iluminación de las luces de emergencia. Tardó unos minutos en ordenar los últimos acontecimientos y recordar donde estaba. Pensó que todo había sido un mal sueño, pero no. Estaba dentro del restaurante con las puertas cerradas. Nadie se había acordado de él. Se sentó en la barra y se miró frente al espejo. Su cara era un rictus, su boca estaba torcida, sus ojos sin expresión, su color amarillo. Se sirvió un güisqui con hielo y se encendió un puro. En ese instante descubrió que podía respirar hondamente, sin limitaciones. Ya no tenía nada que perder, ni siquiera la vida. Se puso en pie, abrió la puerta de la salida de emergencia, y salió a la calle mientras sonaba la alarma y destellaban las luces de emergencia.

jueves, 25 de octubre de 2007

¿El?

Caminaba por la ciudad con aire distraído, con el desenfado de quien afronta el comienzo de un fin de semana poco prometedor, cuando mi pie derecho pisó el cordón del zapato del izquierdo y mi equilibrio se terminó de perder cayendo en la sucia acera. Hacía mucho tiempo que no me había caído en plena calle. Casi me costaba recordar cuando fue la última vez. Pero ahora, lo prioritario era levantarse lo antes posible, como si nada, y furtivamente observar si alguien se reía con mayor ó menor disimulo. Una vez erecto haciendo honor a mi condición de homínido, mi cabeza giró en un rápido y sutil movimiento transmitiéndome la gratificante sensación de ser ignorado por el resto del mundo, cuando de repente habían allí unos ojos mirándome fijamente con cara de sorpresa. Lo siguiente que vi fueron unas pobladas cejas, un bigote y unas orejas ligeramente levantadas, que formaban parte de una cabeza ladeada cuyo rostro mostraba una mezcla de ignorancia e incredulidad. Rápidamente me tranquilicé. Se trataba tan sólo de un perro, que por su condición de cánido no podía hablar, ni tan siquiera reírse.
Una vez levantado y tras superar la sorpresa de mi traspié, comencé a sentir una pérdida de estabilidad. La caída me debió afectar al órgano del equilibrio. No importaba. De todos modos podía andar.
Me disponía a proseguir mi camino cuando algo llamó mi atención. El perro que hasta el momento había permanecido sentado junto al banco, se puso de pie y dio dos pasos tras de mí. En ese mismo instante la correa que lo sujetaba al banco se tensó y dócilmente se quedó mirándome aullando de manera tenue y lastimosa. Miré a mí alrededor, esta vez de forma arrogante e inquisitorial, para encontrar al responsable de tener a un animal de tan dulce mirada atado en la vía pública. La gente circulaba a nuestro alrededor sin mostrar ningún signo de interés por la escena que estaban presenciando. Me quedé estatua durante unos pocos minutos que me parecieron una eternidad, pero todo seguía igual. No cabía duda de que el perro había sido abandonado por su rastrero dueño. ¿Qué hacer? Esa era la cuestión. Y encima me estaba empezando a entrar un ardor de estómago que por desgracia empezaba a resultarme demasiado familiar.
La posibilidad de llamar a la policía local ó a una sociedad protectora no me seducía en absoluto. Podía esperar horas hasta que aparecieran y rellenaran los partes correspondientes. Además el final del que ya consideraba mi amigo, sería muy triste en la perrera municipal. No, eso no iba a tolerarlo. Por otro lado no podía dejarlo ahí, al menos mientras me siguiera mirando de esa forma. No tenía otra alternativa más que soltarlo y luego ya pensaría que hacer.
Decidido a cumplir mi propósito, cogí la correa de tela y traté de desatar los nudos. Pero al inclinarme, el mareo se incrementó y el ardor empezó a transformarse en nauseas. Desistí de mi empeño.
Me senté en el banco y a mi amigo le faltó tiempo para subirse y apoyarme su hocico en mi muslo derecho, mientras sus ojos miraban hacia arriba para observarme. No cabía duda que era un perro de familia, acostumbrado a tumbarse en la cama que se le pusiera por delante. Descansé unos minutos. Con más tranquilidad observé que el animal estaba bien cuidado. No debía pertenecer a ninguna raza en concreto. Sus padres debían creer en el amor libre sin sometimiento a estándares de razas. El resultado del cruce resultaba satisfactorio. Tamaño mediano, pelo duro de predominio de grises, con los extremos de las patas, las barbas y las cejas de color blanco. Mientras, sin saber como, mi mano derecha se había apoyado en su cabeza, al mismo tiempo que él me lamía la mano izquierda.
Comenzaba a hacer fresco. No tardaría en anochecer, y a estas alturas, yo ya estaba decidido a no dejarlo solo en mitad de la noche. Por fin estaba convencido en llevármelo a casa. Mañana con la luz del Sol ya pensaría que hacer.
Me levanté del asiento y como un resorte él se puso en pie y comenzó a mostrar su intranquilidad. Pero ahora acerté a ver la hebilla que unía la correa con el collar y la abrí. En ese preciso instante en que el perro se vio liberado, salió disparado como un cohete y tardé tres segundos en perderlo de vista. Adieu mon ami.
Me quedé de pie en la acera durante unos instantes, respiré hondo y comencé a sentirme aliviado. Ya no era responsable de ese chucho que no tenía nada de especial.
Era hora de regresar a casa. Este encuentro casual me había hecho perder mucho tiempo y presentía que como en tantas otras ocasiones tendría que justificarme. Me dejaba llevar por mis piernas más que por mi cabeza. Acabé cogiendo un taxi. Al tercero que pasó conseguí que parara. Le di mi dirección y le pedí que me dejara en la misma puerta. El taxista sonrió, bajó la bandera y tras recorrer escasamente cincuenta metros paró y me mostró el portal de la finca de mi casa.
-Maldita sea, -me dije por lo bajo- ya me la han vuelto a clavar.
Bajé del taxi mientras el conductor seguía mostrándome su estúpida sonrisa.
-Qué te jodan- atisbe a decirle en el mismo instante en que el capullo daba un acelerón. Todavía me dio tiempo a hacerle un corte de mangas antes de que desapareciera tras girar la esquina.
Entonces me percate que estaba parado en mitad de la calzada mientras un conductor esperaba pacientemente a que dejara la vía libre. El coche pasó mientras le hacía una reverencia.
Al menos estaba en casa. La puerta del patio estaba abierta. Subí las escaleras. Por fin tenía la suerte de cara, la puerta de casa también estaba abierta. Entraría disimuladamente y me sentaría en mi sillón. Nadie en el recibidor. Continué sigilosamente caminando por el pasillo que desembocaba en el comedor. La televisión estaba en marcha y mi sillón estaba encarado a ella dispuesto a recibirme. Fue entonces cuando me percaté de una presencia que estaba ocupando mi lugar. Seguí acercándome. De repente me encontré sin respiración, sin habla. Era él quien estaba enroscado sobre la tapicería del asiento, con su cabeza apoyada en el brazo del sillón y mirándome con aire de indiferencia.
-¿Otra vez te has metido en el bareto de la esquina en lugar de pasear al perro?-oí que me decía mi mujer desde la cocina- ¿Dónde le dejaste mientras te ponías ciego?
En ese instante todo cobró sentido y mientras le miraba a él sentado en mi sillón, comprendí que yo era el autentico perro de la casa.

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