jueves, 25 de octubre de 2007

¿El?

Caminaba por la ciudad con aire distraído, con el desenfado de quien afronta el comienzo de un fin de semana poco prometedor, cuando mi pie derecho pisó el cordón del zapato del izquierdo y mi equilibrio se terminó de perder cayendo en la sucia acera. Hacía mucho tiempo que no me había caído en plena calle. Casi me costaba recordar cuando fue la última vez. Pero ahora, lo prioritario era levantarse lo antes posible, como si nada, y furtivamente observar si alguien se reía con mayor ó menor disimulo. Una vez erecto haciendo honor a mi condición de homínido, mi cabeza giró en un rápido y sutil movimiento transmitiéndome la gratificante sensación de ser ignorado por el resto del mundo, cuando de repente habían allí unos ojos mirándome fijamente con cara de sorpresa. Lo siguiente que vi fueron unas pobladas cejas, un bigote y unas orejas ligeramente levantadas, que formaban parte de una cabeza ladeada cuyo rostro mostraba una mezcla de ignorancia e incredulidad. Rápidamente me tranquilicé. Se trataba tan sólo de un perro, que por su condición de cánido no podía hablar, ni tan siquiera reírse.
Una vez levantado y tras superar la sorpresa de mi traspié, comencé a sentir una pérdida de estabilidad. La caída me debió afectar al órgano del equilibrio. No importaba. De todos modos podía andar.
Me disponía a proseguir mi camino cuando algo llamó mi atención. El perro que hasta el momento había permanecido sentado junto al banco, se puso de pie y dio dos pasos tras de mí. En ese mismo instante la correa que lo sujetaba al banco se tensó y dócilmente se quedó mirándome aullando de manera tenue y lastimosa. Miré a mí alrededor, esta vez de forma arrogante e inquisitorial, para encontrar al responsable de tener a un animal de tan dulce mirada atado en la vía pública. La gente circulaba a nuestro alrededor sin mostrar ningún signo de interés por la escena que estaban presenciando. Me quedé estatua durante unos pocos minutos que me parecieron una eternidad, pero todo seguía igual. No cabía duda de que el perro había sido abandonado por su rastrero dueño. ¿Qué hacer? Esa era la cuestión. Y encima me estaba empezando a entrar un ardor de estómago que por desgracia empezaba a resultarme demasiado familiar.
La posibilidad de llamar a la policía local ó a una sociedad protectora no me seducía en absoluto. Podía esperar horas hasta que aparecieran y rellenaran los partes correspondientes. Además el final del que ya consideraba mi amigo, sería muy triste en la perrera municipal. No, eso no iba a tolerarlo. Por otro lado no podía dejarlo ahí, al menos mientras me siguiera mirando de esa forma. No tenía otra alternativa más que soltarlo y luego ya pensaría que hacer.
Decidido a cumplir mi propósito, cogí la correa de tela y traté de desatar los nudos. Pero al inclinarme, el mareo se incrementó y el ardor empezó a transformarse en nauseas. Desistí de mi empeño.
Me senté en el banco y a mi amigo le faltó tiempo para subirse y apoyarme su hocico en mi muslo derecho, mientras sus ojos miraban hacia arriba para observarme. No cabía duda que era un perro de familia, acostumbrado a tumbarse en la cama que se le pusiera por delante. Descansé unos minutos. Con más tranquilidad observé que el animal estaba bien cuidado. No debía pertenecer a ninguna raza en concreto. Sus padres debían creer en el amor libre sin sometimiento a estándares de razas. El resultado del cruce resultaba satisfactorio. Tamaño mediano, pelo duro de predominio de grises, con los extremos de las patas, las barbas y las cejas de color blanco. Mientras, sin saber como, mi mano derecha se había apoyado en su cabeza, al mismo tiempo que él me lamía la mano izquierda.
Comenzaba a hacer fresco. No tardaría en anochecer, y a estas alturas, yo ya estaba decidido a no dejarlo solo en mitad de la noche. Por fin estaba convencido en llevármelo a casa. Mañana con la luz del Sol ya pensaría que hacer.
Me levanté del asiento y como un resorte él se puso en pie y comenzó a mostrar su intranquilidad. Pero ahora acerté a ver la hebilla que unía la correa con el collar y la abrí. En ese preciso instante en que el perro se vio liberado, salió disparado como un cohete y tardé tres segundos en perderlo de vista. Adieu mon ami.
Me quedé de pie en la acera durante unos instantes, respiré hondo y comencé a sentirme aliviado. Ya no era responsable de ese chucho que no tenía nada de especial.
Era hora de regresar a casa. Este encuentro casual me había hecho perder mucho tiempo y presentía que como en tantas otras ocasiones tendría que justificarme. Me dejaba llevar por mis piernas más que por mi cabeza. Acabé cogiendo un taxi. Al tercero que pasó conseguí que parara. Le di mi dirección y le pedí que me dejara en la misma puerta. El taxista sonrió, bajó la bandera y tras recorrer escasamente cincuenta metros paró y me mostró el portal de la finca de mi casa.
-Maldita sea, -me dije por lo bajo- ya me la han vuelto a clavar.
Bajé del taxi mientras el conductor seguía mostrándome su estúpida sonrisa.
-Qué te jodan- atisbe a decirle en el mismo instante en que el capullo daba un acelerón. Todavía me dio tiempo a hacerle un corte de mangas antes de que desapareciera tras girar la esquina.
Entonces me percate que estaba parado en mitad de la calzada mientras un conductor esperaba pacientemente a que dejara la vía libre. El coche pasó mientras le hacía una reverencia.
Al menos estaba en casa. La puerta del patio estaba abierta. Subí las escaleras. Por fin tenía la suerte de cara, la puerta de casa también estaba abierta. Entraría disimuladamente y me sentaría en mi sillón. Nadie en el recibidor. Continué sigilosamente caminando por el pasillo que desembocaba en el comedor. La televisión estaba en marcha y mi sillón estaba encarado a ella dispuesto a recibirme. Fue entonces cuando me percaté de una presencia que estaba ocupando mi lugar. Seguí acercándome. De repente me encontré sin respiración, sin habla. Era él quien estaba enroscado sobre la tapicería del asiento, con su cabeza apoyada en el brazo del sillón y mirándome con aire de indiferencia.
-¿Otra vez te has metido en el bareto de la esquina en lugar de pasear al perro?-oí que me decía mi mujer desde la cocina- ¿Dónde le dejaste mientras te ponías ciego?
En ese instante todo cobró sentido y mientras le miraba a él sentado en mi sillón, comprendí que yo era el autentico perro de la casa.

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